Transgresores, es decir, conservadores



por Pablo Alabarces en Crítica de la Argentina


Creo que el primero en recibir el adjetivo fue Menem, y analizar los significados de ese uso puede ser revelador. Lo que se calificó como transgresor en Menem fue la voltereta en el aire que transformó al peronismo, de populismo redistributivo en neoconservadurismo concentrador. ¿Qué transgredía Menem para merecer tamaño calificativo? Por un lado, la fama le venía de sus incursiones en el jet set –fue, hay que reconocerlo, uno de los fundadores de la farandulización de la política– y de esas patillas tan facundianas y tan poco a tono con los ochenta. Pero cuando produjo el giro conservador, la calificación de transgresor le vino por derecha: son inolvidables los elogios de Neustadt, que lo miraba a los ojos para decirle que se había transformado en rubio y de ojos celestes. Transgresión era, entonces, lo que otros llamaban traición.

Los noventa fueron definidos como revolucionarios con cierto aire de paradoja: porque el capitalismo quedaba vigorosamente en pie, porque lo que se sepultaba era, justamente, toda expectativa revolucionaria. De las otras, digamos.

El problema es que detrás de Menem, con el menemismo, estos juegos y malversaciones lingüísticos se volvieron dominantes. Y televisivos –porque televisivo era el menemismo. De esos años son los principales (autodenominados) transgresores que aún persisten: Tinelli, a la cabeza; Pergolini, un poco retrasado.

La invención de Tinelli, como todos sabemos, no tenía nada de original: ni el chiste berreta, ni la cámara sorpresa, ni la futbolización, ni el grito, ni la ignorancia orgullosa, ni el antiintelectualismo, ni los culos; todo ya había sido inventado. La novedad era la acumulación, el desborde, la desmesura, todos los días. Y que esas redundancias –tantos culos, tantos gritos, tanto chiste verde y malo– fueran llamadas transgresiones por una crítica de espectáculos que hace rato abandonó la crítica por el chisme.

Lo de Pergolini es más complejo: porque lo transgresor allí es más una pose que un contenido, un estilo que un lenguaje. Tributa, sí, a los mismos lugares comunes: los culos, las puteadas, el fútbol como último horizonte de pensamiento, el machismo y la homofobia –tópicos en los que ambos se sacan chispas–. Pero sabe que a Tinelli la grasada le sale más natural, y entonces la abandona para refugiarse en un limbo clasemediero y rockero, con un tinte racistón.

Lo cierto, para insistir con mi tesis, es que la presunta transgresión de ambos es nuevamente menemista. Es decir, conservadora y repetitiva: una transgresión que le apunta a un sistema moral inocuo, desgastado por su propio anacronismo, mientras deja intacto lo crucial ("es la economía, estúpido"). Y que, en su machismo, revela que la transgresión llega hasta ahí nomás, justo antes de que se vuelva un problema o le complique la vida a alguien.

Es, en suma, otro signo más de estos tiempos desangelados: los tiempos en que Macri es "lo nuevo" o el kirchnerismo "la izquierda", o en que Florencia de la V oculta su travestismo para volverse casi casi una heterosexual.

Por eso, los que insistimos en buscar las transgresiones y tercamente seguimos pensando que a esta sociedad le vendría bien un par de vueltas en el aire –pero esta vez, no menemistas–, seguiremos creyendo que transgresor, lo que se dice transgresor, era esa manera irreverente con que la troupe de Casero se llevaba todo puesto, en los buenos y viejos tiempos de Cha cha cha. Hasta que llegó Suar y lo asfaltó, claro.