Crisis alimentaria global: ¿el fin de la abundancia?



Nota seleccionada por Noelia Sánchez

Durante veinte días de marzo y a través de un paro empresario en el sector agropecuario, la sociedad argentina vivió la peligrosa fantasía según la cual un sector de su economía podía decidir quién comería y quién no podría hacerlo en el país. No, no se trata —aquí al menos— de deslindar los grados de justificación —o lo injustificado— de la protesta sino recordar el debate público que ganó el espacio mediático en los días tensos: los descontentos invocaban democracia y Constitución para explicarse y pocos parecían recordar que ni ese sistema político, ni ninguna ley de leyes cobija el acto de inducir el hambre en las naciones donde imperan.

Otra característica de ese tiempo cercano estuvo dada por la inveterada vigencia del síndrome por el cual los argentinos ponemos un inmerecido esfuerzo por explicar nuestros atolladeros históricos como hechos únicos y aislados que casi nunca son. Es verdad que en esto hemos aprendido algo —sobre todo después de que el mundo nos plantara varias sonadas bofetadas en el rostro, la guerra por Malvinas, la crisis de la deuda, etc.— pero aún tenemos ese impulso distorsionado de excepcionalidad y cada tanto sucumbimos a él.

Este último aspecto es digno de particular atención porque —ahora que los signos son positivos y un acuerdo entre ruralistas y Gobierno parece posible— es bueno recordar que varios aspectos del conflicto no desaparecerán mágicamente y ni siquiera pueden tener una resolución doméstica. Son, inevitablemente, parte de un esquema de crisis internacional de los alimentos que no deja a salvo a la Argentina sin importar que sea un país que está en condiciones potenciales de alimentar a una población superior en diez veces o más a la que hoy posee.

Veamos algunos datos crudos del problema. Entre 1974 —último año en que se recuerda una crisis de precios de alimentos— y el primero de este siglo, los valores reales de los alimentos cayeron, en promedio, 74%. La espiral de precios que la precedió fue breve: arrancó en 1973 después del shock petrolero y los economistas la atribuyeron a factores de corta vida como el impacto sobre el transporte de los incrementos del combustible. Las economías desarrolladas reaccionaron rápidamente e introdujeron cambios mayores de eficiencia en su uso de la energía. Aun así fueron tiempos de inquietud social hasta en el Primer Mundo.

Desde el 2001, los precios de alimentos en los mercados mundiales han ingresado en una espiral loca ascendente. El pasado 25 de febrero, en un solo día de operaciones del mercado cerealero en Chicago, el trigo sufrió su revalorización históricamente más pronunciada: 25%.

Entre otros factores los analistas citaron el anuncio ese día del gobierno de Kazajstán, uno de los grandes productores del cereal, de introducir nuevos impuestos a la exportación para domar los precios domésticos. ¿Suena conocido aquí el dilema de la antigua república soviética? Ucrania, Rusia y Tailandia entre otros se han movido en la misma dirección.

Este cuadro del trigo es posible de ser reproducido, con guarismos apenas diferentes en otras commodities como la soja, el maíz y, por cierto, la carne. Un dato para el desconsuelo es que, a diferencia de lo que sucedió a comienzos de los 70, las razones del descalabro están aquí para quedarse. Cientos de millones de seres humanos se están incorporando al consumo de alimentos a los que antes no accedían —las carnes rojas y el pollo son emblemáticos— en las nuevas potencias en ciernes como la India y China. La agencia Organización Mundial del Alimento y Agricultura (OMAA) —parte del sistema de la ONU— estima que para dentro de ocho años los países en desarrollo consumirán un 25% más de aves y un 50% más de cerdo, claro está si los dejan la oferta y los precios.

Muchos creen que ese futuro de abundancia está en riesgo. El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, advirtió hace pocos días que no menos de 33 naciones en desarrollo están cerca de enfrentar disturbios sociales originados en la escasez y los precios de los alimentos. "Allí donde la comida cuenta por la mitad y hasta tres cuartas partes del consumo no hay margen para sobrevivir", agregó.

Hay una estadística que pone esto en blanco sobre negro: en los países desarrollados, entre el 15% y el 20% de los ingresos de una familia en la base de la pirámide social es destinada a la comida; en Indonesia ese porcentaje se eleva al 50, en Vietnam al 65 y en Nigeria al 73.

Desde el año pasado las protestas, muchas veces violentas, se han desplazado como una pandemia desde México a Italia, a Burkina Fasso y más recientemente a Haití. Alimentos es el virus común a todas. Tan solo en el 2007 el gasto de las naciones en desarrollo en alimentos escaló un 25%. Y aun si cada habitante pudiera pagar su comida a valor oro no hay seguridad de que la vaya a obtener: la OMAA estima que este año las reservas globales de grano serán las más bajas desde 1982.

Hay mucho más en el cuadro para considerar: el petróleo que no cede en valor —alcanzó los 112 dólares por barril esta semana— y el oportunismo de los productores a los que ahora interesa más satisfacer la demanda de maíz para biocombustibles —verbigracia, el etanol— que alimentar a un vecino que paga menos por tonelada. Pero el problema central, en un gran productor como la Argentina, no es el margen de ganancia sino la seguridad alimentaria de su población.


Oscar Raul Cardozo para Clarin