No, Milagros no

Por Daniela Gutiérrez

Una vara para medir las expectativas que nuestra sociedad tiene respecto de su propio futuro es el proyecto que somos capaces de sostener para la generación que nos sigue. Si midiéramos, entonces, sería más que evidente que hoy nuestros niños, muchísimos de ellos, no son receptores de ninguna esperanza sino sólo de una propuesta de supervivencia que muestra el desaliento y la fatiga que nos empapan a nosotros los adultos, los que deberíamos poder cuidarlos. Milagros y sus dos asesinos eran esos niños.

Hace tres días que una palabra terrible sobrevuela, dicha o silenciada, lo relativo a los tres niños muertos: inexorable. La historia de sus vidas -no la de sus muertes- es presentada unívocamente como un destino inexorable, implacable. Tres vidas sentenciadas por condiciones de extrema pobreza y miseria en que nacieron.


En estos días en que asistimos a la refundación del Partido Justicialista, no es posible evitar que en la memoria colectiva resuene como paradójica aquella verdad del peronismo de la década del 50, que “en la nueva Argentina de Evita y Perón, los únicos privilegiados son los niños”. ¿Puede refundarse el partido peronista si la actualidad no termina de realizarse, si lo único que aparece es la irrealidad de lo actual y la irrealización de su empresa? No deberíamos resignarnos a pensar que a los siete o nueve años el destino sea algo inexorable. Deberíamos ser capaces de interrumpir la intemperie a que esa palabra arroja a miles de vidas en el país, evitar la resignación pusilánime ante un desierto que avanza, ante la disgregación que no se detiene.

El sentido primero de esa palabra terrible: inexorable, tiene que ver con el rezo. Es su negación, lo que no cede a la súplica. No nos sirven las oraciones para conjurar destinos, no conviene el cuerpo doblado. No sirve el sacrificio, ni pedir, ni implorar a ningún dios. Hace falta más. Superar el blabla, la práctica clientelista, la conmiseración cínica ante esta clase muerte y de horror. Frente a la muerte real de Milagros, frente a la muerte simbólica de sus asesinos, es necesario nombrar lo imposible: única manera de evitar lo inexorable. Deberemos doblegar ese carácter de “inevitable”, cuestionarlo con un accionar (un pensar, un decir, un hacer) que descrea de lo inapelable y nos devuelva la dimensión de nuestra decisión sobre el mundo.

Contra lo inexorable, lo imperioso es un trabajo, lo imprescindible es un invento, la urgencia es una disponibilidad para un compromiso singular y colectivo decidido a lo imposible, es decir, a la posibilidad infinita de infinitas posibilidades. ¿O qué otra cosa es hacer lo imposible sino afirmar un hacer contra lo inexorable? ¿Qué cuernos es la política? Tenemos que entender que lo inexorable no se resuelve con la plegaria, no hay frente a estas muertes ningún rogar eficaz. Sólo puede modificarse por actos de poder, políticas. Hay que hacerlo, exigir que se haga algo. Abandonar a los niños y jóvenes, a los que nos siguen, es abandonar a nuestro propio destino, es renunciar a ejercer nuestro derecho de exigir a los responsables del Estado que hagan algo. Ya.

Frente a lo que se nos cuenta como lo inexorable no hay que rezar, hay que exigir que los políticos no renuncien a su tarea: intentar cada vez y todo el tiempo que el futuro no se cumpla como profecía inapelable.

El futuro de nuestros niños tiene que volver a ser una promesa.

Nota publicada en el Diario Crítica 22-05-08